
¡Bendito seas, SEÑOR! ¡Enséñame tus estatutos! Salmo 119:12
La Biblia, es el propio Libro de Dios, su perfecta revelación. Es su misma voz que nos habla a cada uno de nosotros. Es un libro para todas las edades, para todas las clases, para todas las condiciones; para los nobles, los humildes, los ricos, los pobres, los sabios, los ignorantes, los viejos, los jóvenes. Habla un lenguaje tan sencillo que un niño puede entenderlo, y al mismo tiempo tan profundo que la más vasta inteligencia es incapaz de explorar.
Ante todo, habla directamente al corazón; alcanza a las más ocultas fuentes de nuestro ser moral; desciende hasta las raíces de los pensamientos y los sentimientos del alma; nos juzga completamente. En una palabra: «Es Viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» Hebr. 4:12.
Necesitamos vivir de la Palabra, de ella necesitamos alimentarnos y según sus indicaciones debemos conducirnos. Cuanto más lo hagamos así, más apreciamos su infinito valor. Esto es lo que la Palabra de Dios es para el verdadero cristiano. Nada puede hacer sin ella. Le es absolutamente indispensable, su vida interior es alimentada y sostenida por ella; su vida práctica es guiada por ella; en todas las escenas y circunstancias de su vida pública y privada, en el diario vivir, en el trabajo y negocios, se apoya en la Palabra de Dios como guía y consejo.
La Escritura es un tesoro divino y, por lo tanto, inagotable, por el cual Dios provee en abundancia a todas las necesidades de su pueblo y a las de cada creyente en particular. Por eso, debemos atender al consejo de Pablo: «Que la palabra de Cristo more en abundancia en ustedes», Col.3:16. Acudamos a ella y hallaremos todo lo que el alma pueda necesitar. ¡Qué dádiva es, pues, la Sagrada Escritura! ¡Qué precioso tesoro poseemos en la Palabra de Dios! ¡Cómo deberíamos bendecir el santo nombre del SEÑOR por habérnosla dado! -C Mackintosh ¡Bendito seas, SEÑOR! ¡Enséñame tus estatutos!
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